viernes, 7 de enero de 2011

La poesía es un niño sonriente

El Centro Cultural España estaba lleno. Un rally de poesía se efectuaba y yo tenía mis poemas en las manos, los leía y releía; nerviosismo, ilusión, irá, pánico, felicidad absoluta. Una cerveza fría era el premio después de leer el poema, galardón obligado para cualquier valiente dispuesto a mostrar su alma o sus retazos.

Mi única meta era sorprender al público, buscar miles de aplausos para satisfacer mi ego y mi ceguera. Pasé al frente, el micrófono me miró, las personas ahí no guardaban silencio, yo quería provocar un orgasmo auditivo. La ilusión juvenil regularmente está cargada de estupidez suprema; el éxtasis recorría mi cuerpo, muchas hormigas hacían el amor locamente en mis brazos, mi corazón aplaudía contra mi pecho, todo el silencio se colapsaba en mi lengua y tuve la sensación de tener un relámpago incrustado en los ojos.

Leí, fui un tartamudo inepto, no podía dar tono a mis palabras, la voraz lengua de luz (supocisión mía) era un camino empedrado, me temblaban las rodillas del miedo. Terminé de musitar los versos, la voz apagada y el alma pequeñita. Unos cuantos jueces le pusieron un número vergonzoso a mi poema, las palmas fueron pocas, nada salió como esperaba, era ceniza todo el fuego.

Tomé mi cerveza. Minutos después, al salir, miré unos cuantos muchachos (ellos también habían leído, con más éxito entre el público). Su amabilidad fue extrema, me hablaron de la poesía, de sus adeptos, del tono de la lectura, del placer de ganarse al público con unas palabras previas, me enseñaron cortesmente la forma del verso, comentaron algo sobre el ritmo, dijeron teorías y me mostraron un rostro (para ellos hermoso) de la poesía.

Al ir de regreso a mi casa medité las sabias y amables palabras de los poetas. Luego, un señor subió al vagón de metro, su esposa llevaba un niño de menos de dos años en los brazos. Cedí mi asiento y miré al bebé. Sonrió. Todas las palabras se fueron al carajo, mis poemas volaron y supe su falsedad inmediatamente, la poesía no son palabras, ni adeptos, ni fama, ni orgasmos falsos en las orejas; la poesía es un niño sonriente guardado en la memoria. 

martes, 4 de enero de 2011

Francesas y los ojos de la niña

La puerta del vagón se abrió y el público fue un gargajo denso. Yo no pude dejar de mirar a las tres extranjeras; sonrientes, por ser un evento no cotidiano, de ser tratadas con brutalidad por los empujones, se extasiaban del espectáculo de codos e inercia. Como bailando quebradita, un señor movía su cadera para combinar el movimiento del metro  y la suerte para hacer brotar así, un arrimón involuntario. No le resultó.

Miré los ojos azules de una, me perdí e intenté pensar en algo comparable. Ellas hablaban en francés, no entendía nada, ni yo, ni nadie. Atraían miradas como si sus cuerpos fueran un imán de ojos. Si algo falta en el metro, son señoritas en shorts dispuestas a ser acosadas sexualmente con la mirada; ésa y no otra fue la razón de las pupilas fijas de la mayoría de los hombres del vagón. Las mujeres mexicanas ya no andan en short, saben los peligros de hacerlo.

Pasaron varias estaciones. El Wal-Mart de la estación Nativitas parecía medio vacío. Yo intentaba no voltear a ver a las tres francesas. Supongo yo, una atracción irracional me dominó, no dejaba a mis ojos separarse de ellas, las imaginé en su país. Cuando el cuello moreno de una se movió, me percaté de su  dedo índice. Apuntó al piso, su rostro se volvió tierno y triste, era compasión. Miré a una niña, de no más de 7 años.

—Lleve su pañuelo Kleenex, cinco pesos.