lunes, 11 de febrero de 2013

E.C

Para  E.C.

Festejo que estás viva y que estás en mi vida. Sabes que soy envidioso y éste es un festejo muy propio. Te escribo porque la mejor forma de celebrar que existes es ponerme feliz. Escribirte sólo se compara con el rumor que deja tu falda negra cuando te contoneas al bailar conmigo. A la cara presurosa que haces cuando me acercó a ti, cuando sientes mi aliento y yo siento el tuyo, a la risa, a los cafés, a la charla sobre el futuro glorioso que veo en tu camino.

Me gustaría no ser escritor, ser un músico fantástico. Escribirte un tango que haga palpitar tu corazón,  vivir en tus venas, que te pongas a bailar como si un rayo lento se impregnara en tus pies y sientas el romance en ti, pero el destino es caprichoso y sólo podemos imaginar que estas letras son música, que te invade, que son elegantes como el movimiento de la pierna, como el cuadro que se dibuja en el suelo cuando se baila, podemos imaginar que esto te lo estoy diciendo al oído o que me ves a los ojos y yo siento que estás rodeada de flores blancas, que te tambaleas entre las flores infinitas, como si cada pétalo fuera una sonrisa entre tú y yo. Sólo podemos imaginar porque la realidad no nos alcanza.

Me siento feliz de que estés viva y de poderte ver emocionada tras una taza de café, pensativa tras un abrazo, llena de esperanza después de cada plática y yo emocionado, como un hombre nuevo después de verte reír de algún chiste bobo o de algún proyecto que aún no realizo.

Festejo que existes porque te quiero mucho, mi querida estratega.


jueves, 31 de mayo de 2012

Melancolía de los primeros de junio

Versos de luz, Kaleb Quintero

Empiezo esto, con lágrimas, como todo lo bonito que hay cuando se quiere.

Este día es distinto, más denso que cualquier otro y con más emotividad. Han pasado cosas en esta fecha dignas para mi vida, fundamentales.

Mi abuela murió un primero de junio. Nunca quise recordar el año en el que fue. Es algo en lo que no intento pensar, de cierta forma es el método que tengo para darle a la abuela algo de eternidad. Ella murió este día porque prefirió agonizar 2 semanas antes que hacer que mi primo pasara su cumpleaños, el 31 de mayo, lleno de velorios. Pocos nos dimos cuenta de ese gesto. Qué grande era la abuela. Si un día igualo un detalle así, mi vida habrá valido la pena. 

Casi nunca me siento triste, soy alegre y sonriente. Hay un motivo: el primero de junio murió la única persona que me ha dedicado sus últimas palabras. Semanas atrás había peleado con la abuela y cuando me disculpé, a mediados de mayo, mientras ella estaba internada, con tubos por todo el cuerpo y en terapia intensiva, cuando salpiqué su frente con mis lágrimas, diciendo perdón, perdón, perdón, como si esa hubiera sido la única palabra válida, ella hizo un último esfuerzo, abrió sus ojos, cafés, profundos y llenos de amor, me miró y dijo te amo, en un tono tan suave, tan cercano a la muerte, que suavizó mi alma para siempre. Horas más tarde tuvo muerte cerebral y nadie más, vio si quiera que moviera un músculo.

Años después, yo le dediqué mi primer libro, en un primero de junio. Lo hice adrede, elegí el día aunque fuera un mal día para presentar un libro. El abuelo había muerto también en día primero y se cumplían 12 años 6 meses de su muerte. Era matar dos pájaros de un tiro. Honrar dos pilares de mi vida en un solo instante. Aquel día, hace un año, sonreí como nunca. Me sentí bien, realizado, fuerte. Grande. Me dijeron una vez que el primer libro siempre es el más especial; es un libro pequeño, de poca edición. Sin difusión. Bonito en sentimientos y pobre en técnica. Pero algo lo salva. Está dedicado a dos personas que agonizaron en frente de mis ojos. Está lleno de amor, para que me entiendan.




jueves, 19 de mayo de 2011

Escoria pura

Eran algo así como las 2 de la tarde. El vagón iba con su plateado usual, el único color plata triste y monótono. Un hombre abordó. Era sucio, feo, sin playera, en la espalda muchas cicatrices, sus ojos chicos, pero llenos de un odio puro parecido al resentimiento, la piel llena de cortes, un hilo de sangre seca parecía tatuaje, usaba gorra negra y su rostro hosco era una provocación al miedo, en la mano izquierda una bolsa con pulparindos miniatura y en la derecha una camiseta rasgada y llena de vidrios pequeños.

—Vengo a ganarme la vida honradamente— O un discurso parecido de superación personal, lleno de desprecio al destino y al pasado.

Todos sin excepción recibimos un tamarindo suave en una envoltura amarilla y reluciente. Después de la cantaleta de honestidad fingida vino la agresión. Tiró la camiseta al piso y azotó su cuerpo ¡pam! ¡pam! y los vidrios retumban. El gesto de la gente era de asco. Volteaban el rostro para no ver cómo el hambre nos hace estúpidos. La idea iba en mi mente, clara como un relámpago pero con sabor a funeral: "Este tipo se corta con vidrios por una moneda".

Cuando volteé la cara después del tercer azote, vi a una viejita, linda, con playera gris. Sonó el timbre del metro anunciando el cierre de puertas. La anciana se paró, apretó el puño donde llevaba el pulparindo del tipo sangrante y salió con su limitada velocidad del andén. Las puertas se cerraron. Giré mi cuello, la vieja no subía las escaleras para salir del metro, esperaba otro vagón, paciente. Escoria pura, pensé.

viernes, 6 de mayo de 2011

Los que miran faldas

Las faldas tienen la cualidad de poner en los hombres una cara de idiota supremo. La poseedora del milagro en cuestión es delgada, dueña de una cintura simétrica y con un trasero tan firme como una escultura de mármol. Camina por la acera y los ojos masculinos, son como moscas que van a la luz. Hay tres tipos de hombres para mirar faldas: el primero pone la cara más estúpida posible, el segundo disimula con gesto altanero su interés como diciendo, "yo he palpado mejores culos" y el tercer tipo se hace el indiferente por ir acompañado por una dama. El factor común: todos se imaginan el recorrido hacia donde lleva la falda.

La dama en cuestión sigue su paso con un gesto de poderosa indiferencia hacia los mortales; sonreír implica recibir una cantidad brutal de propuestas estúpidas. Hace un gesto despectivo y la creatividad va desde la poesía hasta la vulgaridad, si se grita un piropo se debe hacer escondido, ir en movimiento, estar acompañado de una cantidad considerable de imbéciles o ser un patán de proporciones milenarias, pocos, muy pocos, son capaces de halagar a una  falda con el suficiente estilo para ser inolvidables o chistosos.

Sin embargo, las faldas poseen en sí la materia prima de la imaginación, la proporción áurea se hace mínima por un par de muslos apretados chocando contra sí mismos. El hombre queda en el limbo, donde la estupidez y el sueño, se vuelven una misma cosa. Las piernas bonitas son capaces de curar la depresión y más de un hombre ha quedado con los ojos bizcos por no ser precavido.

Ellas lo saben y hasta les gusta. Seguro más de una mujer anciana extraña al albañil poeta, al fresa vulgarizado y al pendejo habitual. Por tanto las faldas tienen la doble capacidad de bienestar.

Dios bendiga las faldas.

viernes, 7 de enero de 2011

La poesía es un niño sonriente

El Centro Cultural España estaba lleno. Un rally de poesía se efectuaba y yo tenía mis poemas en las manos, los leía y releía; nerviosismo, ilusión, irá, pánico, felicidad absoluta. Una cerveza fría era el premio después de leer el poema, galardón obligado para cualquier valiente dispuesto a mostrar su alma o sus retazos.

Mi única meta era sorprender al público, buscar miles de aplausos para satisfacer mi ego y mi ceguera. Pasé al frente, el micrófono me miró, las personas ahí no guardaban silencio, yo quería provocar un orgasmo auditivo. La ilusión juvenil regularmente está cargada de estupidez suprema; el éxtasis recorría mi cuerpo, muchas hormigas hacían el amor locamente en mis brazos, mi corazón aplaudía contra mi pecho, todo el silencio se colapsaba en mi lengua y tuve la sensación de tener un relámpago incrustado en los ojos.

Leí, fui un tartamudo inepto, no podía dar tono a mis palabras, la voraz lengua de luz (supocisión mía) era un camino empedrado, me temblaban las rodillas del miedo. Terminé de musitar los versos, la voz apagada y el alma pequeñita. Unos cuantos jueces le pusieron un número vergonzoso a mi poema, las palmas fueron pocas, nada salió como esperaba, era ceniza todo el fuego.

Tomé mi cerveza. Minutos después, al salir, miré unos cuantos muchachos (ellos también habían leído, con más éxito entre el público). Su amabilidad fue extrema, me hablaron de la poesía, de sus adeptos, del tono de la lectura, del placer de ganarse al público con unas palabras previas, me enseñaron cortesmente la forma del verso, comentaron algo sobre el ritmo, dijeron teorías y me mostraron un rostro (para ellos hermoso) de la poesía.

Al ir de regreso a mi casa medité las sabias y amables palabras de los poetas. Luego, un señor subió al vagón de metro, su esposa llevaba un niño de menos de dos años en los brazos. Cedí mi asiento y miré al bebé. Sonrió. Todas las palabras se fueron al carajo, mis poemas volaron y supe su falsedad inmediatamente, la poesía no son palabras, ni adeptos, ni fama, ni orgasmos falsos en las orejas; la poesía es un niño sonriente guardado en la memoria. 

martes, 4 de enero de 2011

Francesas y los ojos de la niña

La puerta del vagón se abrió y el público fue un gargajo denso. Yo no pude dejar de mirar a las tres extranjeras; sonrientes, por ser un evento no cotidiano, de ser tratadas con brutalidad por los empujones, se extasiaban del espectáculo de codos e inercia. Como bailando quebradita, un señor movía su cadera para combinar el movimiento del metro  y la suerte para hacer brotar así, un arrimón involuntario. No le resultó.

Miré los ojos azules de una, me perdí e intenté pensar en algo comparable. Ellas hablaban en francés, no entendía nada, ni yo, ni nadie. Atraían miradas como si sus cuerpos fueran un imán de ojos. Si algo falta en el metro, son señoritas en shorts dispuestas a ser acosadas sexualmente con la mirada; ésa y no otra fue la razón de las pupilas fijas de la mayoría de los hombres del vagón. Las mujeres mexicanas ya no andan en short, saben los peligros de hacerlo.

Pasaron varias estaciones. El Wal-Mart de la estación Nativitas parecía medio vacío. Yo intentaba no voltear a ver a las tres francesas. Supongo yo, una atracción irracional me dominó, no dejaba a mis ojos separarse de ellas, las imaginé en su país. Cuando el cuello moreno de una se movió, me percaté de su  dedo índice. Apuntó al piso, su rostro se volvió tierno y triste, era compasión. Miré a una niña, de no más de 7 años.

—Lleve su pañuelo Kleenex, cinco pesos.


viernes, 31 de diciembre de 2010

Love me do para inadvertidos

Eran las 7:20 de la mañana y la fila para entrar al metro Tasqueña rebasaba la puerta principal. Veinte minutos antes el servicio había sido cancelado por un motivo desconocido; desesperación y descontento eran el lugar común del rostro de la gente. Si el cálculo no falla, más de 300 personas ponían a prueba la paciencia. 


—El servicio va a tardar, si gustan vayan a otro lado— gritaba un hombre calvo, vestido con un traje café mal planchado.


Cuando los torniquetes se liberaron a las 7:36, como anunciando un grito de guerra todos comenzaron a tirar codazos, las majaderías y el chinga tu madre eran lugares comunes, un puñetazo voló a la cara de alguien y por suerte no acertó. Empujones, gritos, golpes y la armónica empieza a bailar en las bocinas generales, Love me do de los Beatles empieza a sonar a todo volumen.


Sonrío y entre empujones incrusto mi boleto para entrar. A unos pasos de mí una señora me mira.


—Es bien curioso esto ¿verdad?


—Si la gente respetara sería mejor


—Pero yo digo de la canción, lo de la gente ya es costumbre


—¿Cuál canción?


Fingí una sonrisa amable y seguí mi paso mientras volteaba para mirar la agresividad al ritmo del amor, en un día cualquiera en el Metro de la ciudad de México.