martes, 4 de enero de 2011

Francesas y los ojos de la niña

La puerta del vagón se abrió y el público fue un gargajo denso. Yo no pude dejar de mirar a las tres extranjeras; sonrientes, por ser un evento no cotidiano, de ser tratadas con brutalidad por los empujones, se extasiaban del espectáculo de codos e inercia. Como bailando quebradita, un señor movía su cadera para combinar el movimiento del metro  y la suerte para hacer brotar así, un arrimón involuntario. No le resultó.

Miré los ojos azules de una, me perdí e intenté pensar en algo comparable. Ellas hablaban en francés, no entendía nada, ni yo, ni nadie. Atraían miradas como si sus cuerpos fueran un imán de ojos. Si algo falta en el metro, son señoritas en shorts dispuestas a ser acosadas sexualmente con la mirada; ésa y no otra fue la razón de las pupilas fijas de la mayoría de los hombres del vagón. Las mujeres mexicanas ya no andan en short, saben los peligros de hacerlo.

Pasaron varias estaciones. El Wal-Mart de la estación Nativitas parecía medio vacío. Yo intentaba no voltear a ver a las tres francesas. Supongo yo, una atracción irracional me dominó, no dejaba a mis ojos separarse de ellas, las imaginé en su país. Cuando el cuello moreno de una se movió, me percaté de su  dedo índice. Apuntó al piso, su rostro se volvió tierno y triste, era compasión. Miré a una niña, de no más de 7 años.

—Lleve su pañuelo Kleenex, cinco pesos.


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